Coincidentemente era 20 de noviembre, día tradicionalmente de asueto cambiado por motivos
burocráticos a día laboral. Pero no este. Este es distinto. Se siente en el aire, se siente en la piel.
Hay un grito oculto en la mirada de todos, miradas distintas y variadas. Unas reflejan hastió por lo
que se vienen, otras esperanza, muchas más incertidumbre, pero prevalece la del miedo, arropada
en el vértigo de la esperanza y del atrevimiento.
Se supone que vestiríamos de negro todos, al salir por la mañana, éramos pocos los que
mostrábamos la obscura bandera que nos identificaría con el otro. Los pocos que había, o eran
afortunadas coincidencias, o cómplices que descubrías con la mirada. Llegada la hora, y habiendo
escuchado cualquier cantidad de descalificaciones y razones por las cuales no ir, partimos con la
esperanza en las manos, la luz en los ojos, y la coraza negra de luto, de muerte, de hermandad.
Se necesita el pecho vacío y la mente hueca, para no sentir el sufrimiento, el dolor y la furia que se
aglomeraba en las calles. El pavimento se ocupó por miles de espíritus combativos que gritaban no
violencia, sabiendo que nos dirigíamos directamente a una colisión frontal con los otros.
Madres con velos negros buscando a sus hijos. Niños buscando a sus hermanos, padres dolidos
clamando justicia, personas buscando eso que algunos locos llaman libertad, patria, ideales que
ayer mostraron estar más vivos que nunca.
Sin dirigencia personificada. Ni partidos políticos. Ni intereses particulares a la vista. Solo la
incansable lucha de que se regresen vivos, de que se largue el espurio, y con él, su actriz de
calendarios, su perro cansado, sus secretarios de papel, sus hijos naturales y bastardos, su historia
dictatorial. Sus excesos, y toda su clase. Que se reestablezca el estado desde lo más simple.
Si, ayer en una tarde cualquiera, se respiró unión, libertad, hermandad. Revolución en un 20 de
noviembre.
Vicius
21 de noviembre de 2014.
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